CHE !!! |
Lo reconozco: nunca había estado en un asador argentino. Ni bueno, ni malo, ni regular. Así que no tenía ni idea de lo que nos íbamos a encontrar una vez sentados a la mesa.
Para empezar, el asador de la historia estaba de bote en bote, y como consecuencia, el apiñamiento era considerable aunque ventajoso: te permitía meter el tenedor en el plato del vecino de la mesa de al lado sin el menor esfuerzo, mientras ampliabas tú círculo de amistades con esos mismos vecinos, de cuya mesa te separaban escasos 20 centímetros.
Gracias a esa fluida relación con los vecinos, obtuvimos algo de información sobre lo que nos esperaba, así como de la calidad de lo que íbamos a degustar. Que para empezar no está mal, pues ya comienzas avisado.
En este asador, de buffet libre, -que se lleva mucho ahora-, por un módico precio, te puedes poner lila, y hasta morado, de ensalada, papas descongeladas fritas y arroz blanco, como acompañamiento de un rosario de carnes ensartadas o embandejadas que unos diligentes camareros ofrecen de continuo por las mesas.
Las carnes ensartadas venían en unos pinchos de más de medio metro de largo, de la mano de un camarero, quien, cuchillo en ristre, identificaba la pieza y preguntaba si querías de ella. Mi vecino me había avisado ¡Cuidado que manchan! mientras me enseñaba sus pantalones y la mesa churretosa.
¡No será para tanto! Pues sí que era, porque a escasos centímetros de tu cara, el sujeto se ponía a maniobrar sobre la pieza ensartada para extraerle unas más o menos afortunadas tajadas, que venían a caer, por su propio peso, en tu plato o en los alrededores. ¡Con las pinzas! exclamaba el sujeto, y yo me miraba los dedos pensando que se refería a ellos para reconducir la carne al plato.
Ya casi al final de la faena, con unos cuantos lamparones en el polo y en los pantalones, pregunté qué era aquello de las pinzas (ya se que habría de haberlo preguntado mucho antes, pero no lo hice) y el camarero, uruguayo, nos explicó que con las pinzas, el comensal recogía el trozo de carne según se iba cortando para ponerlo en el plato, y que no nos había podido dar pinzas porque no había suficientes para todas las mesas.
Quizá con el uso de las pinzas la cosa habría mejorado un poco, pero la sensación de ver aquellos colgajos de carne en plan piltrafilla, ensartados y acuchillados indiscriminadamente y cómo los trozos rebanados eran lanzados con mayor o menor fortuna hacia el comensal, me recordó muy mucho al modo en el que damos de comer a los perros las sobras de la mesa, con la diferencia de que los perros son mucho más hábiles que los humanos en eso de cazar cosas al vuelo.
Y aquí lo dejo.
Desde luego, no iré a un asador semejante, por muy argentino que sea...
ResponderEliminarGracias por la crónica llena de lamparones.