domingo, 28 de septiembre de 2025

La Gravedad

 



Pues sí, en esto cavilaba yo esta mañana en la cama. Tumbado boca arriba mirando al techo y con las manos en la tripa, en el socavón (leve) pero socavón, que se forma en esa zona cuando acaban las costillas. Como que todo el triperío interno se encuentra convenientemente desparramado por mi interior, y en el exterior, si no una tableta de chocolate, al menos no se advierte barriga más o menos prominente.

Esto pensaba tanteándome la tripa y la hondura del socavón, cuando se me ha ocurrido que no sería mala cosa instalar un espejo en el techo que reflejara esta realidad mañanera para empezar el día como más empoderado, y eso. De esta forma, cuando me levanto y me miro al espejo para ver lo que la maldita gravedad está haciendo con mi cuerpo, tirando insistentemente de todo hacia abajo, incluido el triperío del que antes hablaba y que conforma una imagen, cuando menos poco satisfactoria, el recuerdo de la imagen reflejada en el techo, contrarrestaría en algún modo la segunda, manteniendo mi autoestima corporal dentro de unos parámetros soportables para la dignidad.

Esto del "cuerpo-escombro" no es algo nuevo, no, pero lo que no es de recibo, es que a medida que pasa el tiempo, cada vez hay más escombro y menos cuerpo. Este verano he tomado conciencia seria de este hecho cuando me he visto en un video grabado por mi querida esposa, en el que con la gracilidad de un pingüino cojo me sumergí en una poza del río Ara y emergí con las carnes prietas del frío, pero con la misma imagen que me devuelve mi espejo por las mañanas, además de mojado y tropezando torpemente para salir... todo fruto de la maldita gravedad.



Un inciso en mi triste regodeo. Otra cosa que no acabo de asimilar, es lo bien que me reconozco frente al espejo y lo familiar que me resulto (me refiero únicamente a lo que vienen siendo la cabeza y la cara) en esa posición, y el desconocido enemigo que descubro cuando alguien me retrata de espaldas, o más concretamente, con la coronilla en primer plano. Directamente, no me reconozco, no tengo ni idea de quién es ese fulano Eso es un golpe bajo, muy bajo, para la autoestima en general y capilar en particular. Y ahí lo dejo.  

Para intentar ralentizar todo este derrumbe y que la masa de la Tierra me atraiga con más misericordia, yo intento poner algo de mi parte. Lo que buenamente puedo. Que seguramente no será ni de lejos, lo que debo. Pero ahí estamos. Mis hijas, que me quieren y se preocupan por mi bienestar, la han tomado con los ejercicios de fuerza y sus efectos benéficos para todo lo que viene siendo el cuerpo humano. Me envían vídeos motivadores, me cuentan de ancianos decrépitos poniendose a tono en sus respectivos gimnasios... Yo no soy de gimnasios, qué se le va a hacer; soy más de aire libre y de horizontes despejados. ¡Suéltame en el campo y ya verás! les digo siempre. 

En el fondo de mi ser, ahí, hundida por la gravedad, una vocecilla me dice que las chiquillas tienen razón y que algo hay que hacer para mantener, al menos, la dignidad. Y por eso, desde hace ya un par de años, vengo haciendo una rutina matutina de ejercicios de movilidad de articulaciones, estiramientos y algunas tandas de abdominales en la cama. En la cama, sí, que parece que sea de coña, pero si hubiera puesto que lo hago en el suelo sobre una colchoneta, a todo el mundo le parecería más serio. Pues no, en la cama, porque los ejercicios son los mismos que en la colchoneta, pero dónde va a parar lo duro que está el suelo comparado con el colchón. Así que sí, en la cama y todos los días.

Me falta meterle mano con más intensidad a lo de la fuerza y que me acompañe y eso, como en la Guerra de las Galaxias, que a poco que me lo proponga, me voy a poner como un torete antes de los setenta. Y lo dejo aquí, que voy a tomarme un ibuprofeno, por un pinchazo en las lumbares dándole la vuelta a un colchón.

¡No somos nadie!