Pues sí, ya estamos aquí de nuevo
y aprovechando el cambio de ubicación, disertaré brevemente sobre algo que me ronda la
cabeza desde hace tiempo y aunque no me preocupe en demasía, si me ocupa lo
suficiente como para reflexionar sobre ello.
Esto es, la gratuidad
de Internet. Venimos acostumbrados a encender el ordenador y
conectarnos al mundo exterior de forma absolutamente gratuita –en un 99,9 % de
los casos-, para comunicarnos con los demás, -vía correo, vía redes sociales-,
para buscar información sobre absolutamente todo lo que se nos ocurra, e
incluso para entretenernos con nuestros hobbies
o aficiones favoritos.
Por el único coste de la tarifa
plana de acceso a Internet, un ordenador,
tablet, smartphone o chisme similar y la energía que los mantenga
vivos, nos damos el gusto de asomarnos a un balcón con una vista que da vértigo
y unas posibilidades que yo, pobre de mí, no alcanzo a imaginar en su total
magnitud, y además, algunos, incluso viven de ello.
De uno u otro modo, la mayoría
estamos enganchados al invento, y en no pocos casos, de forma insana; por poner
un ejemplo ilustrativo ¿cuanta culpa tendrá Tuenti en el fracaso escolar?, o ¿quién puede llevar una vida sosegada a golpe de tuiteo machacón? o ¿cuántos guasapeos se intercambian aprovechando
su aparente gratuidad?
Llegará el día, no lejano, en el
que tengamos que rascarnos el bolsillo para mantener ese nivel de enganche que cada uno vamos alcanzando.
Mientras existan alternativas gratuitas, podremos sortear el susto, pero ¿qué
pasará cuando para abrir Wikipedia nos salte un aviso de pago? Y así, con todo
lo antes citado. ¿Pagaremos? Pues dependerá del nivel de adicción a que su uso
nos haya sometido y el que no pueda, podrá debatirse entre la crisis nerviosa,
o volver a las bibliotecas, a las cartas esporádicas con su sobre y sello o al
parque para charlar con los amigos respirando aire fresco.
Al tiempo.
Logos: Internet