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Un poco huérfanos sí que nos
hemos quedado. Los católicos, digo; más o menos practicantes, nos hemos quedado
descolocados con esta renuncia del Santo Padre a seguir pastoreando su díscolo
rebaño en primera persona.
Este Papa ha dado más que hablar
en quince días, que en ocho años de pontificado. Me refiero claro, al saber y
entender del común de los mortales, o sea, al mío. Otro cantar será lo que haya
ocurrido en los entresijos de la Iglesia durante estos años y que no ha
trascendido los muros vaticanos. Ahí dentro seguro que sí se ha hablado y mucho
de lo divino y de lo humano.
Aquí fuera lo que se valora son
los gestos, las imágenes... Y la imagen más repetida ha sido la del Papa despidiéndose de
unos y de otros y repartiendo recaditos a diestro y siniestro, -que seguro más
de un siniestro se habrá dado por aludido- y esa otra ascendiendo a los cielos
en un helicóptero blanco, cuasi transportado por el Espíritu Santo a su última
morada.
Puestos a la simbología y repantingado
en mi sillón del que no me moví durante la histórica transición del Santo Padre,
me vino el recuerdo de la película de Tom Hanks, Angeles y Demonios (esa en la
que cuentan un complot urdido dentro del Vaticano por el Camarlengo para
liquidar al Papa y hacerse con el trono de San Pedro y que no lo consigue por
los pelos, y Tom Hanks, claro), cuando en pleno clímax de la acción, el heroico
Camarlengo agarra la bomba de antimateria y se sube al helicóptero para alejar
el peligro en un ascenso vertiginoso y al poco, regresa en paracaídas entre el
entusiasmo del respetable por su acción y a pique de que lo nombren nuevo Papa
por aclamación.
Y no, no voy a caer en
comparaciones más o menos afortunadas entre la película y la realidad, porque
sería dar pábulo a las barbaridades que estos días se escuchan en los medios (y
en los tercios también). Pero sí diré que un Papa que ha puesto en su sitio a más
de un cardenal y a más de un obispo, que ha fijado y dado esplendor a la
doctrina de la Iglesia, que ha arreglado el catecismo, que ha pedido perdón por
los pecados de otros, y que se ha ido cuando ha dejado de encontrarse útil para
su misión, ha demostrado tenerlos bien puestos y ser digno, cuando menos, del
respeto y la admiración de los creyentes (y de los demás también)
Adiós, Papa.