Mirlo |
A vueltas con los pájaros, he empezado y parado con esta historia en cantidad de ocasiones, sin encontrar el punto de darle forma. Salvo cortos periodos en el tiempo, durante los últimos treinta años siempre he tenido pájaros, en especial periquitos. Al principio de los tiempos llegué a tener una bandada que volaba con total libertad en uno de mis pisos de estudiante. Aquellos coexistieron durante una temporada con un pato, que empezó de lindo patito amarillo y acabó en hermosísimo pato blanco que marraneaba todo lo que podía y más, hasta terminar convirtiéndose en un verdadero problema de salubridad. Aquel pato acabó en La Granja, un recargado y barroco lugar de copas que existía en El Palmar regentado por una pareja de excéntricos Antonios. De los de la bandada, uno de ellos, el más dócil, picoteaba las puntas de los bolígrafos mientras escribía y limpiaba de migas la mesa con todo esmero. Nico era una joya.
Una vez en todo este tiempo he conseguido criar con una pareja de periquitos. Dos crías salieron del huevo; una de ellas murió antes de emplumarse y la otra sobrevivió. Era preciosa, tenía un color predominante verde oscuro que era una maravilla. Empezó a revolotear junto a sus padres y quiso la mala suerte que en uno de sus vuelos de entrenamiento cogió carrerilla hacia la ventana y se estampó contra el cristal. Ahí se acabaron su carrera y mi gozo. ¡Con lo que me había costado sacarlo adelante! Su padre, Toni, que vivía más tiempo fuera que dentro de la jaula, siempre hizo buenas migas con Marián y sus rizos y Dama, su pareja, blanca como la nieve, se especializó en poner huevos vanos por docenas. Siempre que le colocabas el nido, ella ponía sus huevos y los incubaba con esmero, pero nunca más aumentó su prole.
Además de periquitos, han pasado por mis jaulas, ninfas, agapornis, degollados, diamantes de Gould, jilgueros, canarios amarillos y hasta un roller cobrizo, Chipirrín, (regalo de Miguel Angel) que trinaba primorosamente y además sobrevivió durante mucho tiempo, recorriendo media España en su jaula cada vez que salíamos de vacaciones. Casi todos han viajado, pero Chipirrín se llevó la palma. Entre los jilgueros, Archi fue el más longevo, aunque eso de meterlo en una mini jaula para que cantara nunca me hizo mucha gracia (lo hice por consejo de Paco, mi proveedor de jilgueros, con el que una mañana de verano, al despuntar el alba, salimos de caza y tras varias horas apostados, atrapamos un puñado de pardos y de jilgueros -colorines les llamaba- con reclamo y una red, mientras Blanquita daba cabezadas por el madrugón)
Por probar, probamos con una cotorra de pecho verde, de esas que provienen de Sudamerica y ahora campan por los parques y jardines de nuestras ciudades (escapadas unas y abandonadas muchas) Aquella cotorra se llamaba Mateo y tenía la rara habilidad de chillar estrepitosamente cada vez que intentabas ver una película en la televisión. El muy mal nacido se regodeaba ladeando la cabeza sin cesar en sus chirridos. Aquello no era normal, debía andar mal de la cabeza porque pasando el tiempo la meneaba de forma un tanto rara, a lo niña del exorcista, para entendernos, hasta que le sobrevino la muerte y regresó la paz al hogar. Con todo, le dimos sentida sepultura a la sombra de un pino carrasco.
Capítulo aparte lo constituyen la legión de gorriones, aviones y golondrinas caídos del nido y que con todo el entusiasmo del mundo he intentado sacar adelante a lo largo del tiempo con nulos resultados. Todo era acomodar al pajarillo en cuestión en una caja de cartón, bien arropadito, con un poco de agua a su alcance e intentando darle miguitas de pan o cualquier otra cosa por el estilo mojada en agua y con unas pinzas, para que te mirara con el ojillo triste mientras intentabas alimentarlo inútilmente y acabara indefectiblemente con las patas por alto a la mañana siguiente.
Un único caso de pollo encontrado y sacado milagrosamente adelante, fue el de Epi, un macho de mirlo caído del nido y que encontré durante un paseo por Campoamor. Tras su acomodo en la consabida caja de cartón y dado que el animalito aún no tenía ni plumas, pregunté en una pajarería por la forma de alimentarlo; allí me proporcionaron una pasta de cría y me aleccionaron sobre la forma de administrársela. ¡Mano de santo! Epi era un tragón nato; abría un pico más grande que la cabeza y tragaba que daba gusto. En poco tiempo le salieron las plumas y empezó a comer solo y en un santiamén se convirtió en un precioso y lustroso mirlo negro.
De la época de Mateo, había yo construido una jaula cilíndrica de regulares proporciones, cuya base era una tapa de cubo de basura y la parte superior una tabla de mesa de camilla, todo ello sobre unas patas metálicas de las que se usan para poner maceteros. Como aquello era muy espacioso, en su interior, en vez de palitos al uso, metí una rama de árbol seca que le daba un aspecto de lo más natural. Allí que ubiqué a Epi y fue feliz durante largo tiempo saltando y revoloteando arriba y abajo mientras cantaba con entusiasmo (nada que ver sus gorgoritos con los chillidos de su antecesor)
Pero como el ser humano es inquieto por naturaleza, -al menos este ser humano lo es- y dadas las dificultades que tenía limpiar aquella jaula artesanal, un día vi el cielo abierto cuando un amigo me regaló un jaulón de verdad pero apaisado. Este tenía sus bandejas para limpiar, sus separadores para la cría, en fin, una jaula en toda regla, así que, ni corto ni perezoso y sin pedirle opinión al bueno de Epi y pensando únicamente en su bienestar y mi comodidad, lo instalé en su nuevo hogar con toda la ilusión del mundo.
Al principio, el animalito estuvo quieto, como adaptándose al nuevo medio y yo me deshice de su jaula. Al poco, empezó a animarse y a hacer lo que ya sabía: dar saltos hacia arriba e intentar volar. Ahí me dí cuenta de mi gran error; el pobre no paraba de golpearse contra el techo de la jaula y empezó a quedarse calvo. Yo esperaba que se acabara acostumbrando y él seguía a cabezazos. Pasados unos días y en vista de que la cosa no mejoraba y ya no tenía la jaula antigua, decidí soltarlo para que no muriera y con toda mi candidez, lo lancé al aire como quién lanza una paloma mensajera, pero aquel pobre, que todo lo que había volado era el metro escaso de su jaula, aleteó desesperadamente y dio con sus huesillos en el suelo y allí quedo hecho un ovillo. Lo recogí, lo volví a meter en la jaula y a los pocos días murió ante mi total impotencia.
Salvo cuando murió el imberbe periquito, nunca había sentido tanta tristeza por la muerte de un pájaro. Se mezcló la rabia por mi imprevisión, con la falta de reflejos para encontrar solución, con el cariño que le tenía desde que lo saqué adelante con sus papillas y el recuerdo de sus sonoros saludos y respuestas cada vez que me veía o le silbaba. Ahora tengo una preciosa pareja de periquitos, que me regalaron como macho y hembra para intentar volver a criar y que con el paso del tiempo se han convertido en dos magníficos y cariñosos machos que se pasan el día haciéndose carantoñas. Les puse un nido, por probar, y lo único que conseguí fue que lo desarmaran a picotazos. ¡Qué le vamos a hacer! Se quieren aunque no tendrán descendencia.
Yo, de todas formas, aún sigo mirando con nostalgia a todos los mirlos que me cruzo, con la secreta esperanza de encontrar uno que me permita enmendar mi error y hacerle justicia a Epi, el mejor pájaro que he tenido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario