Una historia sencilla, sin buenos
ni malos, perdedores o ganadores, victoriosos o vencidos. Solo un soldado con
su experiencia, su recuerdo y una lección bien aprendida: "La guerra es el
mayor disparate del mundo".
ROSALÍA SÁNCHEZ. Berlín
Paul Goltz |
"Tenía un ángel de la
guarda", alega como única
explicación al hecho de estar vivo Paul Goltz, hoy de 89 años y que vio caer al
resto de sus camaradas de la compañía durante el desembarco de Normandía.
Nacido en Königswinter, fue reclutado obligatoriamente por el ejército alemán
en 1943, en cuanto cumplió
los 18 años. Con solo tres meses de entrenamiento fue destinado
a Normandía. "Nuestra misión era sembrar los espárragos Rommel, clavar
postes de madera a lo largo de toda la costa para hacer más difícil el
aterrizaje de los paracaidistas", recuerda. En el cementerio de La Cambe,
donde yacen 21.000 soldados alemanes enterrados, rememora aquel infierno.
"Yo estaba en mi puesto, eran
alrededor de las dos de la madrugada, cuando comencé a ver los árboles de
navidad. Entonces
supe que había empezado". Los soldados alemanes llamaban
árboles de navidad a los objetos luminosos arrojados en paracaídas y que debían
marcar los objetivos de los bombardeos. "Hacía dos días que no habíamos
bebido ni comido nada, pero sabíamos que debíamos luchar hasta el final, así
que me precipité hacia el pueblo en busca de leche o de algo que comer. Me daba
miedo la muerte", relata. "En medio de la oscuridad, dos ojos brillaban envueltos en
la nada. Era la primera vez que veía un hombre de
color y tardé en darme cuenta. No entendí lo que me
decía en inglés, pero hablé muy lentamente en alemán y le dije: no queremos
dispararnos en uno al otro, ¿verdad amigo? Él me
tendió su cantimplora y un cigarrillo".
Después de ese episodio, Goltz volvió con su grupo y
enseguida comenzaron los disparos. Muchas horas después, tras
una batalla en la que había perdido la noción del tiempo, solo quedaban vivos
cuatro hombres de su compañía. "Había decenas de miles de cadáveres. Me
aplastaban, casi no podía respirar", describe los últimos momentos.
"Los americanos nos apuntaban y
dijeron lets go boys, hands up!.
Nos llevaron en barco a Escocia y desde allí en el Queen Mary hasta Nueva York.
En el barco recibimos la primera comida de verdad, nunca la olvidaré, puré de
patatas y salchichas de Fránkfurt. Y además café. Yo me puse tres veces
seguidas en la cola".
Cuando fue liberado en el campo de
prisioneros de Virginia, en 1946, había perdido todo contacto con amigos y
familiares. Hablaba perfectamente inglés y decidió quedarse a trabajar en
Escocia. Solo en 1947, a
través de Cruz Roja, pudo volver a encontrar a sus padres y regresó a Alemania,
donde pasó a formar parte del cuerpo diplomático. Hoy, el único sentido que
encuentra al ejercicio de recordar todo esto es lo que pueda con ello ayudar a
entender a los jóvenes que
"la guerra es el mayor disparate del mundo". "Durante 70 años
hemos disfrutado de paz y de democracia en Europa. Debemos conservar eso por
encima de cualquiera de nuestras diferencias. Nunca más debe suceder algo así.
Todavía me sobrecojo cuando pienso cómo podía haber sido mi vida si pudiera
haberme ahorrado aquel horror".
Fuente: El Mundo
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